“Solo los enlutados serán consolados”.
Paul Ricoeur
El cuerpo no existe. Los huesos y la carne han desaparecido. Solo queda el mechón de cabello, la cotidianidad del peine, los pantalones, algunas pocas monedas, y a veces, la violencia de las prendas más íntimas. El cuerpo que fue torturado y sepultado no está. Las ropas están cubiertas de tierra, manchadas de sangre, arrugadas por el entierro clandestino. La muerte no era suficiente para el asesino: incineraba los restos para desaparecerlos. No hay investigación judicial sin evidencias. La prenda es la única prueba del cuerpo: la memoria impune del horror.
Las prendas exhumadas son los restos de los desaparecidos y asesinados en Los Cabitos, el cuartel militar de Ayacucho desde donde se dirigieron las operaciones contra Sendero Luminoso. De las decenas de personas asesinadas y desaparecidas en esta base militar, según la fiscalía, se han exhumado los restos de 109 personas (59 cuerpos completos, los demás apenas prendas o huesos), pero solo se han identificado a cinco.
Angélica Mendoza, fundadora de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecido del Perú (Anfasep), aún no logra hallar a su hijo Arquímides Ascarza, secuestrado de su casa por militares en 1983 cuando tenía 19 años. “¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde están los demás? ¿Por qué callan?”, dice “Mamá Angélica”, como la han bautizado por sus más de 30 años de búsqueda. La impunidad se sostiene en el silencio.
Los datos analizados por el Proyecto Memoria, en base al Registro Único de Víctimas (RUV), revelan que son más de 9.000 las familias con hijos desaparecidos en los años de la violencia. La Comisión de la Verdad y Reconciliación identificó 4.644 sitios de entierro, de estos, 2.234 se ubicaban en Ayacucho. En los últimos años, la Comisión de Derechos Humanos (Comisedh) reportó 1.818 sitios de entierro adicionales en esta región. El número de cuerpos identificados, sin embargo, es mínimo: solo alrededor de 2.000. No hay duelo sin cuerpo.
Desde enero de 1983, las Fuerzas Armadas enfrentaron a Sendero Luminoso por orden del presidente Fernando Belaúnde Terry. En los años siguientes el número de víctimas se incrementó. Dos años después, los militares de Los Cabitos construyeron al interior del cuartel un horno y se diseñó un procedimiento casi industrial para incinerar los cuerpos. Esta semana, la Sala Penal Nacional condenó a 30 y 23 años de cárcel por estos hechos a los coroneles del ejército (en retiro) Humberto Orbegozo Talavera y Pedro Paz Avendaño.
No hay luto sin cuerpo. Los Cabitos es ese territorio que mantiene sepultados a decenas de cuerpos aún sin exhumar y que la impunidad pretende hacernos olvidar. “La fiscalía ha recomendado que también se realicen exhumaciones al interior del cuartel”, dice la abogada de Aprodeh, Gloria Cano. Los familiares de las víctimas quieren convertir los alrededores de esta base militar, en la zona conocida como La Hoyada, en un espacio de memoria. Las autoridades de Ayacucho han proyectado la construcción de un Santuario.
El círculo de la pérdida se cierra con el duelo y el entierro. Lo saben los familiares de las víctimas a las que ya les han entregado los restos identificados de sus padres, madres, hermanos e hijos. Lo sabe, Feliciano Huamaní, el hombre que cargó con un solo brazo un breve y blanco ataúd. El cuerpo que iba dentro no pesaba, se había extinguido. Feliciano llevó sobre sus hombros los escasos restos de Saturnino Huamaní, su padre, asesinado el 16 de julio de 1984 por una columna senderista junto a otras 100 personas en Soras, Ayacucho. Feliciano enterró a su padre y solo entonces pudo llorar. Solo la identificación del cuerpo nos trae certezas.